LA
ESPERANZA HABÍA VUELTO
“Hace
tiempo que no hablamos, corazón. No hallo la manera de poder
acercarme de nuevo a ti, mostrándote que he cambiado, que no ha
muerto todo lo que siento por ti. Sé que metí la pata hasta lo
más profundo, pero dame otra oportunidad. Te lo ruego. Hoy cuando te
vi caminando por la calle, casi no me resisto a atajarte, a besarte,
a acariciarte como antes, como cuando eras mío. Perdóname.”
Fueron
las palabras que él leyó esa mañana, la de su cumpleaños. La
carta la encontró debajo de la puerta. Cuando sus ojos tocaron las
letras los recuerdos los golpearon de lleno, la vio sonriendo,
cantando, peleándole, acariciándolo. Sus besos eran afrodisíacos.
¿Por qué ahora, hoy, ella decidía aparecer? Pero una sola cosa le
sorprendió de aquella carta: Perdóname. Nunca antes lo había
aceptado, que ella había cometido el error. Él nunca quiso a nadie como
a ella. ¿Qué haría? La distancia ya estaba, la herida aún
cicatrizando. No tenía idea.
Abrió
la puerta, miró hacia todas partes, pero no la encontró. Cerró tras de él y se encaminó hacia el lugar de la fiesta que le habían
preparado. Entre familia y amigos. Solo que ahora, la tenía a ella
en su mente. Trató de sacársela, pero lo único que lograba era
tenerla más presente.
Cuando
llegó al lugar acordado, pasado diez minutos caminando desde su
casa, la vislumbró, de pie, inerte, en la puerta de entrada al local. Sin
querer, sus pasos se detuvieron. Algo le impedía acercársele. Al
fijar su mirada en los ojos implorantes de ella, algo se quebró en
su corazón. Aún así, no dio un paso adelante.
Como
él no se movía, ella se acercó a él, muy lentamente. Su mirada
necesitaba un perdón. ¿Estaría dispuesto a dárselo? Probablemente
sí.
―Hola,
Nixon. Feliz cumpleaños. Te traje este presente ―le
dice mientras extiende su mano hacia él.
―Hola,
Sara. Muchas gracias.
―Pensé
que podríamos hablar antes de que entraras.
―¿Quién
te dijo que estaría aquí?
―Nadie.
Eso no importa. ¿Podemos hablar?
Nixon
negó con la cabeza, inclinándola hacia el suelo. No sabía qué
pasaría, pero si hablaba con ella, seguramente querría tenerla de
nuevo en sus brazos, y eso ya no era posible.
―No,
Sara. No hay nada que hablar. Si quieres que te perdone ―a
lo que ella asintió con pesar y lágrimas en sus ojos―,
lo tienes. De lo más profundo de mi corazón, todo pasó ya. No guardo
rencor y no quiero hacerte daño. Puedes irte tranquila. Y . . .
gracias por el presente.
Sonrió
dulcemente, pero sin ser verdadera. Caminó despacio al lado de ella,
la dejó atrás en unos segundo. Cuando fue a abrir la puerta, la
mano de Sara se aferró a la de él.
―Por
favor, Nixon. Hablemos. Te extraño, te necesito.
Él
no dudaba que fuera cierto. La mujer que tenía enfrente de sí no se
parecía a la que una vez fue. Se veía triste, sin vida, sin esa
sensualidad que en su tiempo la caracterizaba. Estaba como vacía, y
era algo que él no podía soportar. Se volteó y la encaró.
―Sara,
por favor. Entiende. Los dos hemos cambiado. No soy el que una vez
quisiste, ya no. Me destruí en tiempos pasado, no vale la pena
explicar. No te culpo, son cosas que pasan y he podido caminar poco a
poco. Las heridas están todavía, en ti y en mí.
―No,
no. Lo eres. Por favor, por favor ―repetía
una y otra vez ella.
Nixon
no resistió más, la abrazó, la tomó entre sus brazos desesperadamente. ¡Cómo la
extrañaba, cómo la había necesitado, incluso ahora! ¡Pero cómo
la haría sufrir! La separó rápidamente, enjuagó sus lágrimas con
toda la delicadeza posible.
―Sara,
he cambiado. Mi corazón no ha sanado todavía. Desde hace mucho no
busco nada serio. Solo diversión, solo sexo, pasar el rato. Eso es
todo. No quiero más nada.
Ella
lo miraba como tratando de entender esas palabras que salían de la
boca de él. ¿Sería real lo que sus oídos escuchaban?
―Si
estás bien con eso. Estoy dispuesto a jugar contigo. No puedo darte
más nada. Si te ilusionas con algo más, te destrozarás y te
lastimarás. Ahora soy hombre que le gusta la soledad, un gaucho que
necesita su espacio y su libertad. Tan sencillo como eso.
Una
Sara incrédula tenía en el frente. De pronto, la decisión tomó su
cuerpo y el resplandor volvió a ella, junto con su sensualidad. Esa
chispa que otrora brillaba en ella, había regresado.
―Si
eso es lo que me ofreces, lo tomo. Juguemos entonces.
Sara
pensaba que si ella era la causante de su proceder, también podía
ser la solución. Ella no flejaría ni desistiría de volver a
conquistar a su amor hasta lo más profundo de su corazón. Se sentía capaz
de hacerlo, aunque él hubiese construido una muralla impenetrable.
―Nos
vemos a las 12 de la noche. Me esperan ―indica
Nixon.
Sara
asiente, mientras lo ve marcharse. Algo dentro de ella galopó, el
ansia de tenerlo y la tristeza de ver en lo que había aceptado
convertirse. Se dio ánimo pensando que podía conseguir su cometido.
Nixon
entró a la casa sin saber lo que había hecho. ¿Sería capaz de no
caer enamorado perdido como la vez pasada de ella? ¿Por qué ella
había dicho que sí? ¿Tanto lo quería, realmente? No, no. Debía
mentalizarse que solo era un juego, una aventura. Solo eso. Así la
trataría. Con ese pensamiento, disfrutó el cumpleaños y toda la
noche. Sin saberlo, la esperanza había vuelto a él.
Derechos Reservados
Dayana Rosas
0 comentarios
Publicar un comentario