ANAYAD Y EL OGRO
Había
una vez, hace mucho tiempo, una linda joven llamada Anayad, que vivía
en una cabaña con su padre, Leafar; libre, poco común y curiosa.
Todos en el pueblo hablaban de ella. Era hermosa, un ángel todos así
lo sentían, pero su encantamiento por los libros y las letras era
algo que en ese pueblito no entendían. Por eso, desde cuando
llegaron allí, ella nunca se sintió parte de aquel lugar.
Anayad
era una joven inteligente, soñadora, con carácter y servicial.
Adoraba a su padre, quien era un inventor, muy peculiar él. Lo
fantástico estaba en que los dos se entendían a la perfección. Se
sentía grato verlos conversar, reír y soñar cuando estaban juntos,
comiendo o creando los dichosos inventos del padre.
Llegó
el día en que Leafar tuvo que partir hacia otro poblado para
concursar en un evento y ser reconocido como un buen inventor. Se
despidió de su hija con un tierno beso y con la promesa de un regalo
digno para ella. ¿Qué sería? Lo vio irse, perderse a lo lejos.
Cuando ya no lo vio, se le ocurrió dar un paseo a caballo por el
pueblo. Necesitaba salir, disfrutar, sentirse viva.
Tomó
un caballo y salió de la cabaña. Se encontró en el camino a Nuaj.
Él se le interpuso, deteniéndola. Anayad se molestó mucho, pensaba
que era un fastidio el tipo. Era bello, sí, pero metía la pata todo
el tiempo. Demasiado tierno con ella y no le gustaban los pegajosos.
Todas las del pueblito andaban loquitas por sus huesos, pero ella
definitivamente no lo estaba.
Su
sonrisa tierna, sus ojos azules, su simpatía y su lenguaje con poco
sentido, no le gustaban. Así que le dijo que andaba con prisa y se
safó del hombre fastidioso. Por fin, la brisa, la rapidez, todo la
hacía sentir viva. Cabalgó, cabalgó toda la tarde, hasta llegar a
un paraje que no conocía: oscuro, tenebroso, sin mucho color. Algo
le decía que se alejara, pero como toda chica curiosa, bajó del
caballo. De pronto, vio una mariposa hermosa, la siguió como
hechizada. Era preciosa, colores que nunca había visto la teñían.
La llevó hasta las puertas de un castillo lújubre. La mariposa se
posó en su mano, voló hacia su mejilla como si le diera un tierno
beso. Las puertas se abrieron.
Apenas
entrar, sale un ogro de lo más bonito pegando cuatro gritos: este es
mi hogar, qué haces aquí, por qué la mariposa te besó y otras
tantas cosas, preguntaba, gritaba. Y eso a Anayad la exasperaba, los
gritos. Reventó como una burbuja y empezó a gritarle ella también.
Si este ogro estúpio pensaba que ella le tenía miedo estaba más
que equivocado. Era un mal encarado, un grosero, un estúpido y no
sabía tratar a las personas. Todo eso se lo dijo sin nigún
miramiento. El ogro se queda callado, la observa y se ríe.
Se
presenta como Okín, el rey del castillo. Anayad lo mira como con
cara de pocos amigos. Pensaba le estaba tomando el pelo. Él se
explicó claramente. Era un castillo hechizado por su mal
comportamiento y que ya no tenía esperanza de que nada cambiara. El
peor mandado es el que no se hace, le dijo ella.
Aunque
su padre había vuelto, Anayad no dejaba de visitar al ogro. Dos,
tres, cuatro semanas y seguía haciéndolo. Estaba notando que ya no
aguantaba mucho estar sin hablar con el cabezotas ese, que sus malas
caras la hacían reír, que sus gritos la hacían explotar y que su
mirada, la mayoría de las veces, la intimidaba.
Apareció
esa noche, mientras comían, un hechicero negro. Quería la corono de
Okín. Este hechicero había pensado que ya era suya, porque el
tiempo de Okín para volverse humano ya se estaba agotando, hasta
cuando apareció la fatalidad: Anayad. Fue decidido a matarlo. Su
rayo cayó directo al corazón, haciendo que el cuerpo de Okin se
desparramara en el suelo. Al segundo ataque, la mariposa se convirtió
en una hada preciosa, y los cubrió con un manto y los protegió.
Atacó de vuelta y logró que el hechicero desapareciera. Anayad no
podía creer que su ogro estuviera allí, tirado y desapareciendo,
evaporándose como el agua.
La
hada la miraba, como si ella supiera qué hacer. Sálvalo, le dijo.
Pero ella no tenía idea cómo. Tomó su mano, la llevó hacia su
rostro. Sin poder evitarlo, le dijo que lo amaba, que no la dejara
sola, mientras le dio un casto beso en esos labios tan oscuros y
grandes. El hechizo estaba roto. De un momento para otro, Okín se
convirtió en humano, hermoso, piel blanquecina, cabellos dorados y
ojos esmeralda, lleno de vida.
Anayad
no lo creía. Dónde estaba su ogro bello, dónde estaba su cabezota.
No era él. No sabía qué hacer.
-No
te creas que porque me convertí en humano voy a ser dulce y genitl.
Por que no lo haré -le dice Okin.
-Más
te vale, cabezota, porque sino me voy corriendo de aquí -dice toda
emocionada, dando un salto para abrazarlo.
Sí,
era su ogro y ella, su bella. Se casaron, se amaron y se aceptaron.
Y. . . vivieron felices para siempre.
Derechos Reservados
Dayana
Rosas S.G
Imagen Pixabay - Prawny
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