Corro hacia la avenida principal. Miro sobre mi hombro varias veces, para corroborar que no me sigue. Como no quiero quedarme más tiempo, tomo un taxi de la línea cercana, así tenga que gastar más. No quiero estar un minuto más aquí.
Ya dentro del auto, saco mi celular y le escribo a Martha que me reciba en su casa. No puedo llegar a mi casa de esta manera tan frenética y asustada, mi madre colapsaría. Me llama inmediatamente preguntando lo que me ha pasado.
―Linda, no quiero hablar. Por favor, cuando nos veamos ―respondo, algo temblorosa.
Se despide verdaderamente preocupada. Le doy al señor la dirección de mi amiga. Me coloco la chaqueta, me siento expuesta, sucia, atormentada. Las lágrimas salen sin control, sacando todo el sentimiento reprimido que tengo desde esta mañana.
Veinte minutos después, el señor me deja enfrente de la casa de mi amiga. Bajo sin mucha confianza. Me acerco a la reja y toco el timbre, muy suave, sin fuerza, sin precisión. De pronto, me doy cuenta que tiemblo, como un niño asustado por el monstruo que hay en el armario.
Martha atiende inmediatamente. Ve la clase de despojo que estoy hecha, así que me abraza sin que se lo pida. Me aferro a ella, como si mi vida dependiera de ello. Algo más relajada, mis lágrimas siguen cayendo. Trato de evitarlo, pero no puedo. Abrazadas, entramos a su casa. Me lleva al sofá, en el que tantas veces reímos y lloramos. Se dirige hacia la cocina, buscando un té para calmarme.
Cuando regresa, estoy hecha un ovillo en el sofá, con la cabeza entre las piernas. Me saca de mi mutismo, obligándome a tomar el té. Hago caso y le doy unos pocos sorbos.
―Ahora que estás más calmada, dime qué pasó. ¿Cómo te has podido colocar así? Me tienes demasiado preocupada.
―Tomás… ―logro pronunciar, entre sollozos.
―¿Tomás te hizo esto? ¿Qué pasó? Pero cuenta, mujer.
Haciendo mi mejor intento, poco a poco, voy contándole todo a Martha, mi gran amiga. Su rostro se vuelve blanco como una servilleta. Asombrada, indignada, furiosa está. Su cara niega, una y otra vez, conforme mis palabras fluyen en el aire.
―Condenado, malnacido, imbécil. Esto no se va a quedar así, que lo sepas.
―No, por favor. No quiero que esto lo sepa nadie. Nadie. Promételo ―la insto a responder.
―Como quieras, Lore. Pero…
Le tomo las manos y le ruego de nuevo. Acepta mi petición, para luego llevarme a su cama a descansar un rato, después de llamar a mi madre y contarle una mentira. Como si me hubiese tomado algo, el sueño me invade y caigo profunda en la cama.
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Imagen - Pixabay -PublicDomainPictures
Autora Dayana Rosas S. G.
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